jueves, 22 de marzo de 2012

"CUENTOS DEL PUEBLIN 1"

       Hola.
     Os dejamos la primera de las historias que os iremos publicando mensualmente y que forman parte del libro que publicará José Luis Alonso Díez, socio y colaborador de LOS PONJALES y que quedarán guardadas en el apartado que podéis ver a la derecha de la pantalla, "CUENTOS DEL PUEBLIN". Esperamos que os gusten.


LA PROCESIÓN DE LA BUENA MUERTE

         No hay funeral sin risas ni boda sin lágrimas. Es un dicho, uno más que, como todos los adagios populares, tiene su verdad. Y eso es lo que pasó en la procesión de la buena muerte el día de Viernes Santo, del año 2008, en Quintana Raneros, cuando se estaba estrenando un nuevo cura en el pueblo.
        
         El funeral

Nadie se asoma con buena voluntad al abismo de la muerte. Cualquier persona temerosa desea renunciar a ese instante de aliento dolorido y supremo de la última palabra. Es el miedo a la muerte. Más que a la muerte, a ese instante del clímax del tránsito. Es un miedo aprendido, un miedo construido a lo largo de una vida llena de miedos y de muertes.
Y … llega la Semana Santa y la muerte preside los días y se enseñorea de las noches, de las calles y plazas, de los templos y de las almas. Todo se sobrecoge con el silencio de las campanas y con la mueca temblorosa de las gargantas mudas. Porque hay algo bien conocido: durante la Semana de pasión no se canta. Y si alguien acierta a oír una saeta, es más allá del final de la linde de los páramos leoneses.

         En las tierras de León no se canta, a no ser el Dainos.

Los ritos ancestrales se aferraron a normas y a rigideces propias de años duros, plomizos y santones. No se canta. No se baila. Todo se recoge y se sobrecoge. La muerte cruel, sangrienta y avinagrada se adueña de la respiración común. Efigies en pleno lamento, piadosas madres sosteniendo el cuerpo yaciente del Hijo con los ojos traspasados de luz negra, un coro de llantos y otro de silencios. Cornetas y fliscornos llorando a gritos y susurrando a sus pies los tambores y las cajas; a veces retumbando la ciudad. El público calla y admira, calla y asiente, calla y aprende.

Pero el pueblo de Quintana Raneros, el viernes santo por la tarde, deshace su silencio en un cántico monótono, un sonsoniquete lúgubre que entraña una esperanza: cantando el “Danos señor buena muerte” todos imploran una buena muerte y parece que la pasión del cantar hace más propicia la súplica y la oración.


Las risas

         El Viernes Santo, a eso de las seis y media, ahora ya con luz con el nuevo horario de verano, antaño en medio de las sombras vespertinas, los parroquianos acudieron a la misa a la que sigue habitualmente un rosario procesionado y cantado, el rosario de “la buena muerte”, en veneración de los sagrados misterios de la vida, la pasión y muerte de Cristo .
         Con la devoción necesaria y el recogimiento aconsejado por tan señalado día entraron en la iglesia. A la izquierda, apoyados en la pared, los faroles y la cruz, en atenta y silenciosa actitud esperaban el momento de la procesión por las calles del pueblo. Todos oyeron misa, conjugaron rezos y devolvieron jaculatorias. El cura, en tan magna fecha, se congratulaba por la asistencia y desgranaba la misa lentamente en un ejercicio voluntarioso de dignidad y buen hacer, al decir de la mayoría… de las mujeres.
El nuevo párroco era, tal como se presentaba a sí mismo, un poco raro. Se definía como un pollo verde y si algún feligrés intentaba corregirle, “querrá decir un perro verde, don Germán”, él afirmaba con toda la convicción, “un pollo verde, hijo, un pollo verde; yo bien sé por qué lo digo”.  En la Iglesia de Quintana Raneros nunca se vieron celebraciones tan extrañas ni tan innovadoras. Acostumbrados a la parquedad, ortodoxia y rapidez del anterior, ahora una parte de la feligresía, entregada y devota, disfrutaba con las nuevas ceremonias mientras que otros tantos, hombres, la mayoría, se extrañaban un tanto de las novedosas formas como de la supresión de algunas de las prácticas más consagradas. Pero ahora el pueblo no iba a cambiar una  costumbre ancestral. Así que el que se encontraba un tanto perplejo era el propio sacerdote. Dejaba hacer a los del pueblo, mayoritariamente de la cofradía y permitía que el abad recordara lo que en esta localidad se ha hecho desde hace muchos años.
La costumbre de procesionar el rosario cantando los hombres las estrofas y respondiendo las mujeres el estribillo es un hábito consagrado en el pueblo en Viernes Santo. No todos los curas están al tanto de ello. Por lo tanto, hubo un pequeño conciliábulo en el centro de la iglesia. Los más versados expusieron al celebrante la situación. En este rosario, entre misterio y misterio, no se rezan avemarías, se canta todos a coro; hombres iniciando el rezo entonado y las  mujeres respondiendo con el estribillo consabido:
Danos, Señor, buena muerte,
por tu santísima muerte.
Continuará…



José Luis Alonso Díez (Pepín)
22 de marzo de 2012
 

1 comentario:

  1. Un amigo de Ribaseca.4 de abril de 2012, 15:37

    Espero ansioso el resto del cuento y de los que completan ese libro que sé de buena tinta que está a punto ver la luz.

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