viernes, 6 de abril de 2012

"CUENTOS DEL PUEBLIN 2"


LA PROCESIÓN DE LA BUENA MUERTE II

 
Cari, fiel conservadora de los cánticos, repartió los papeles del rosario a los hombres incluido el señor párroco. Así que, finalizada la primera parte de la celebración, todo se acomodó para que diera comienzo el rosario. Los hombres que no dispusieran del papel debían unirse al coro de mujeres con el estribillo. Los hombres que portaran los faroles y las cruces también debían conformarse con el estribillo ya que nadie se sabía de memoria las cincuenta estrofas del rosario.

         Desfilaron los faroles. Tras ellos la cruz. Detrás el sacerdote, en medio, solo. Luego la segunda cruz, portada por el Abad, esa que sólo sale el día de Viernes Santo. Y siguiendo al cortejo principal, el pueblo. Los hombres con los papeles. Y comenzó en la puerta de la Iglesia el primer misterio. Inician los hombres el cántico:
Por la jornada que hiciste
del cielo al mundo a salvarnos.

         Contestan piadosas las mujeres:
Danos, Señor, buena muerte,
por tu santísima muerte.

         Va desfilando el primer misterio. Llegan a la sexta estrofa sin altercados dignos de mención. Todavía la procesión va bastante junta. Se ha metido por la calle de los Corralones cuando va en trance de finalizar el primer misterio pero “la entrada en Jerusalén” es dispar. Ya se ha destacado en la parte delantera la voz bien timbrada y entusiasmada de un convencido. Detrás de la cruz quedan los otros hombres con papel, entre ellos alguno que procesiona con toda la voluntad del mundo pero con su sordera inmisericorde, que ni en día tan santo se apiada de él. Y se descabala un  poco el cántico:

Por la muy solemne entrada
que hiciste en Jerusalén.

         Cuando el solista ya está en “Jerusalén”, el otro todavía no ha llegado a la “entrada”. Las mujeres comienzan a mirarse y esperan, pacientes a que los hombres más retrasados finalicen y entonan, bien acompasadas el estribillo. Pronto llega el final del primer misterio; el desajuste es evidente pero corregible gracias a la paciencia y potencia cantarina de las mujeres. Todo se arregla un poco más cuando hombres y mujeres cantan juntos la estrofa final del misterio:

María, Madre de Gracia,
Madre de Misericordia,
líbranos del enemigo
en nuestra última hora.

         El cura está un poco sorprendido. Este rosario cantado por las calles es novedad para él pero confiado en la sapiencia de los más veteranos del pueblo pensó que todo iría de perlas y no es así. En esta procesión no hay manera de que canten todos a coro y esto es un desbarajuste.
         Cuando el cortejo inicia el segundo misterio

Por la oración que en el huerto
hiciste a tu eterno padre.

el grupo se estira y gira abandonando la calle de los Corralones y entrando en la Calle Mayor. Los primeros y los últimos no se ven y no se oyen. El cura comienza a mirar a derecha y a izquierda, cada vez más perplejo de ver a los procesionantes decididamente perdidos. Ya ni las mujeres pueden arreglar esto. Tienen que brindar el estribillo a uno de los grupos, al que va más retrasado.
         El cura se encuentra solo en medio de su pequeño desierto. No canta, no se detiene, no osa parar la procesión y organizar al personal y le invade la sensación de caminar en medio de un caos. El desajuste crece con cada estrofa. Ahora ya unos hombres están en una estrofa y otros comienzan ya la siguiente. Cada uno enfrascado en su papel y en su quehacer, convencido de ir al paso marcado por la letanía cantarina.
         El párroco mira al Abad, que camina ensimismado sujetando la cruz y entonando el estribillo también a destiempo. No hay manera de arreglar el estropicio. Le invade una sensación de hilaridad que contiene a duras penas. “¿Será posible que nadie ponga orden en este desconcierto?” Intenta inquirir con la mirada a los portadores de los faroles, quienes, a su vez, miran para adelante concentrados en la dignidad de su tarea y también canturrean el estribillo a “su tiempo”. El cura no puede más. Es un desaguisado mayúsculo. Debe hacer un esfuerzo supremo por contener un estallido violento de risa. Lo contiene a duras penas. Levanta el “nuevo librito que contiene el rosario de la Buena Muerte añadido con Los Sacramentos, el Padre Nuestro y el Ave María, en verso” hacia su cara y se tapa un  poco con él. Así, protegido, suelta una carcajada ya incontenible. Se tapa un poco más. No se atreve a dejarse ver. Pero el reto de que alguien cante al mismo tiempo, de un mínimo coro, se hace insostenible. Las oleadas de versos, estrofas y estribillos, se suceden como en un mar embravecido; todos se mezclan. Y en este batiburrillo de voces ya no hay forma de contenerse. Don Germán, resuelto a no morir en ese mismo instante de la congestión que le estaba produciendo contenerse estalla en una nueva carcajada escondido bajo el librito pero, aunque queda ahogada por su propia discreción, es perceptible por aquellos más cercanos.
La procesión se detiene en cada misterio y el cura debe pronunciarlo y rezar el padrenuestro antes de entrar en los cánticos siguientes. Le pilla al cura la parada en medio del sofoco de la última carcajada. Se recupera  como a hurtadillas, se frota los ojos llenos de lágrimas, y realiza su labor sagrada con la seriedad que le permite el respiro brindado por el silencio de los procesionarios.  Los últimos misterios inician su andadura y él ya no espera nada, sólo que pueda mantenerse con dignidad en su sitio central de la procesión y que no haya sido demasiado palpable su divertimento en medio del rosario de “la buena muerte”.
Al llegar de nuevo a la puerta de la Iglesia, los caminantes se agrupan y entra la última estrofa a tiempo para la mayoría de ellos.

Por la gloria que posees
a la diestra de Dios padre.

Danos señor buena muerte
y tu santa bendición. Amén.

         Con el “amén” final y en medio de un suspiro de alivio el celebrante despide el rosario sin hacer comentarios. Los feligreses se miran unos a otros y todos se culpan entre sí. Nunca un rosario de la “buena muerte” produjo tanta risa. El alma de la gente, a medias sobrecogida y a medias solazada, se retiró prudentemente a los adentros de cada uno.
                                                           FIN




José Luis Alonso Díez (Pepín)
6 de abril de 2012
 

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